Soy Pablo Fernández Lorenzo, doctor arquitecto por la E.T.S.A.M. (Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid) y socio fundador del estudio de arquitectura arquipablos.
Desde hace mucho tiempo vengo recopilando ejemplos de viviendas en donde el usuario tenga la oportunidad de intervenir creativamente en el espacio que habita, interactuando con él para adaptarlo a sus cambiantes necesidades o circunstancias.
Este extenso trabajo fue el punto de partida de una tesis doctoral, titulada La casa abierta, presentada en 2013 y calificada como sobresaliente cum laude, con Mención Especial de la ETSAM.
La parte teórica de esta tesis la trasladé en el año 2015 al libro Hacia una vivienda abierta, concebida como si el habitante importara, perteneciente a la colección Textos de Arquitectura y Diseño de la editorial Nobuko/Diseño.
Para compartir y ampliar la amplia recopilación de ejemplos de “casas abiertas” mostrados en la tesis, recurro a este formato de ensayo-blog, por su facilidad de acceso y por la posibilidad de incorporar variadas herramientas de búsqueda selectiva.
Ensayo-blog
Un ensayo es un género literario que desarrolla argumentos fundamentados sobre un tema, por lo general ordenados desde lo general a lo particular, desde los conceptos a los ejemplos. En cambio, un blog es un dominio, generalmente de carácter personal, que se actualiza con frecuencia y cuya estructura es cronológica inversa, de tal modo que lo que se muestra primero es lo más reciente.
Esta página une ambas cosas, por eso la denominamos como ensayo-blog.
La parte de ensayo gira en torno al concepto de casa abierta desarrollado en la tesis doctoral La casa abierta y concretado en el libro Hacia una vivienda abierta concebida como si el habitante importara, editado en el año 2015. Las ideas que vertebran y desarrollan estos dos ensayos parentales quedan descritas en el menú superior. (Calidad espacial, Nuevos modos de vivir y habitar, Casa abierta y sus atributos y Antecedentes).
Ambos trabajos perseguían concretar las cualidades de un entorno doméstico capaz de proporcionar una respuesta eficaz a las formas actuales de convivir y habitar. Estas cualidades, los 10 atributos del hábitat de los nuevos modos de vida, quedan descritos en el menú superior, constituyendo los cimientos que sustentan el blog y las principales herramientas de análisis de las casas mostradas.
El blog propiamente dicho da concreción al ensayo, mostrando ejemplos de viviendas que cumplan con alguno de los atributos de la casa abierta, con entradas en orden cronológico. Las casas presentadas abarcan desde el momento de inicio del Movimiento Moderno en arquitectura, los años 20 del siglo XX, hasta la actualidad. El conocimiento y estudio de estos ejemplos puede ayudar a concebir un hábitat vinculado al presente y orientado al futuro.
El menú lateral contiene diferentes filtros que permiten realizar una búsqueda selectiva por atributos, tipologías, periodo o por variadas etiquetas. Estos filtros permiten explorar, por ejemplo, casas unifamiliares que sean, al tiempo, indeterminadas, progresivas y permeables.
Contacto
Ensayo-blog: casa-abierta@arquipablos.com
Pablo Fernández Lorenzo: pablofl@arquipablos.com
Arquipablos: estudio@arquipablos.com (Primavera 9, 28012, Madrid)
Publicaciones previas
LA CASA ABIERTA, Tesis doctoral
HACIA UNA VIVIENDA ABIERTA. Nobuko/Diseño Editorial en la Colección Textos de Arquitectura y Diseño. 2015
HACIA UNA VIVIENDA ABIERTA concebida como si el habitante importara
Capítulo 11. SÍNTESIS Y REFLEXIÓN FINAL
Hacer una crítica constructiva de la propia profesión en nuestro país es arriesgado. El escaso hábito del debate, entendido como contraste argumentado y civilizado de ideas, provoca que el que lo haga “se arriesga no a la reprobación segura de quienes no comparten sus ideas sino al rechazo ofendido de los que lo consideraban uno de los suyos”.[1] En mi caso, tan sólo me mueve una profunda intención de mejorar lo existente a través de un sano ejercicio de autocrítica acerca del sentido de mi profesión: la arquitectura.[2] Por eso, todo lo expresado en este libro, lejos de verdades absolutas y razones dogmáticas, solo pretende incitar a una reflexión o, en su caso, originar una conversación.
Este texto ha tratado de recapacitar, desde diferentes ángulos, sobre el vínculo que toda nueva obra construida genera entre, de un lado, la propia arquitectura como disciplina y, de otro, los demandantes y destinatarios de esa obra o, en una escala mayor, la sociedad que la acoge. Y en diferentes partes del texto se ha insistido en una determinada concepción, un sentido de la arquitectura, entendiéndola ante todo como un medio, tan solo un medio, destinado a lograr el desarrollo personal y social de las personas que harán uso de ella o, dicho de otro modo, el progreso de la sociedad. Este sentido sitúa con claridad a la arquitectura al servicio de la sociedad en donde nace, y no al revés.
Esta consideración prioritaria de nuestra disciplina en cuanto a su utilidad social ha estado ausente en gran parte de la arquitectura levantada en nuestro país en estas décadas pasadas de euforia constructiva. En esos años de locura colectiva se han proyectado y construido millones de viviendas cuyo fin no era mejorar la vida de sus futuros habitantes, sino tan solo lograr el máximo lucro de sus promotores. Y resulta muy evidente que una parte muy importante de toda esa arquitectura sin valor que ha macizado de casas concebidas para modos de vida obsoletos los extrarradios de pueblos, ciudades y todas nuestras costas, ha sido proyectada con poco interés y escasa dedicación.
De forma paralela, también hemos visto inaugurar infinidad de obras públicas innecesarias en donde la arquitectura tampoco era un medio para el progreso de la sociedad, sino un fin en sí misma. El único objetivo de toda esa arquitectura pública prescindible era que los gobernantes de turno se perpetuaran en el poder, de ahí su empeño en impresionar, más que en solucionar problemas que, en muchos casos, ni existían. Pero en la aparición de toda esta arquitectura ensimismada sin duda tenemos mucho que ver los propios arquitectos, que participamos de todo ello con nuestro talento, en muchas ocasiones mirando a otro lado para no ser conscientes de la inutilidad de lo proyectado. Y es de suponer que así lo hicimos porque nos guiaba un enorme deseo de que la “buena” arquitectura colonizara nuestras ciudades, o un ansia, igualmente grande, de mostrar nuestra propia dimensión profesional.
Este texto ha tratado de centrar la reflexión más sobre los valores y creencias que nos empujan a hacer las cosas tal y como las hacemos, los cimientos sobre los que edificamos nuestro comportamiento, que sobre las propias acciones en sí mismas. Porque recogemos lo que sembramos y las nuevas generaciones se asientan sobre los valores que las anteriores les trasmiten, especialmente si no se les anima a cuestionarlos y desafiarlos, sino que se les entregan a modo de dogmas “naturales” incuestionables. Por ejemplo, si los jóvenes crecen con la idea de que el hombre es egoísta por naturaleza, que la vida es una lucha contra los demás, que la felicidad nace de las posesiones y que la única ética válida es la que dicta el mercado, no es de extrañar que, años más tarde, participen en actividades lucrativas sin importarles si atentan o no contra el bien común o el futuro del planeta, que evadan su dinero para no pagar impuestos o que, si son gobernantes, acepten sobornos que el mercado les pone en su mano. Porque el mayor anhelo de toda profecía es su cumplimiento.
De modo similar, al recapacitar sobre la arquitectura la reflexión ha querido estar más en la manera en que se enseña en la universidad que en la forma en que, siguiendo las creencias allí aprendidas, nos comportamos posteriormente. Si, apelando al refranero, recordamos aquello de: “de aquellos polvos, estos lodos”, la atención pretende estar en el momento que extendemos los polvos, más que en los lodos que, cuando llueve, obviamente aparecen.
Reflexionando de este modo sobre nuestra profesión, nos encontramos con que muchos de los arquitectos que participaron en toda la construcción sin medida de los años de la burbuja aprendieron su profesión en los años 80, en paralelo al autor de este libro. Y, en aquella época, dentro de un potente auge individualista en toda la sociedad,[3] y en un contexto de renacer artístico en la profesión, los arquitectos eran formados no tanto para, por medio de la arquitectura, luchar por el progreso de la sociedad sino, sobre todo, para luchar por el progreso de la propia arquitectura o, si acaso, para perseguir el interés profesional del propio arquitecto. Servir a la arquitectura, con las mayúsculas que se quiera poner, y mostrar al mundo toda la dimensión de nuestro artista interior eran los dos objetivos prioritarios de la enseñanza de la arquitectura de aquellos años. De este modo, los jóvenes arquitectos salían de la universidad educados para tratar de situar siempre a la sociedad y sus necesidades al servicio de la arquitectura, o de sí mismos.[4]
Pero el problema era que la profesión consideraba que la sociedad no estaba preparada para apreciar la “buena” arquitectura, por lo que los arquitectos eran los únicos que podían valorarse, con conocimiento, a sí mismos. Por tanto, una vez que un joven arquitecto se insertaba en el colectivo, el cumplimiento de los dos anhelos preferentes para los que había sido formado pasaba por desarrollar una arquitectura capaz de ser apreciada y valorada, ante todo, por los demás arquitectos. Y, para lograr una buena valoración arquitectónica, el cumplimiento adecuado de la función demandada, o la economía, calidad y durabilidad de la construcción, eran factores secundarios que, por lo general, no eran ni considerados, por lo que estaban destinados a quedar dentro de la conciencia profesional de su autor.
Esta dinámica endogámica queda reflejada en el hecho de que seamos los propios arquitectos los que nos premiemos a nosotros mismos, en función de criterios que sólo nosotros compartimos y, por lo general, a partir de fotos que muestran un estado previo a su uso, como si, en el fondo, deseáramos que nuestros edificios se mantuviera así, sin usuarios, liberados de función alguna, cual obras de arte.
De los “lodos” que, tras todos estos años de entrega a esta prioridad de objetivos, y tras la lluvia de dinero que inundó la profesión en los tiempos de la burbuja, han surgido vamos a destacar uno: una profunda desconfianza hacia la labor de los arquitectos. Una parte importante de la sociedad teme, en ocasiones con cierta razón, que lo que les vayamos a proyectar no esté destinado a ellos, a resolver sus circunstancias, sino a que suponga un avance en la historia de la arquitectura, o a que sus autores consigan alcanzar el reconocimiento del resto de colegas de profesión.
Nuestro interés preferente por la arquitectura y nuestra actitud arrogante nos ha distanciado de la sociedad, siguiendo una dinámica que, lejos de ayudar a solucionar el problema, lo enfatiza. Porque esta desconfianza generalizada hacia el trabajo de los arquitectos provoca en ellos una queja hacia “la gente”, que no sabe de arquitectura y por ello no les comprende, y esta victimización hace que sólo se junten entre sí, distanciándose aún más de la sociedad, lo que suscita más desconfianza. Pero no podemos perder de vista que “la gente”, salvo contadas excepciones, no desea sufragar la historia de la arquitectura, sino que tan sólo necesita encontrar alguien en quien confiar, alguien que les ayude a solucionar sus problemas habitacionales. Y restituir la confianza perdida solo puede venir de la mano de los propios arquitectos, cambiando el orden de prioridades, volviendo a proyectar para, en primer término, el progreso de la sociedad, y supeditando entonces la arquitectura, o nuestro personal interés profesional, a ello. Como decía el arquitecto Diébédo Francis Kéré, citado en la Introducción: “lo que a mí me hace más feliz es que mis edificios funcionen del mejor modo posible con el mínimo coste. Eso sí que es hermoso”.[5]
Otro hecho curioso, que no atañe sólo a los arquitectos sino también a las instituciones, es que dentro de la arquitectura de la vivienda, las pocas obras residenciales innovadores levantadas en los años de la burbuja, entendiendo la innovación en el modelo de vivienda planteado y no en la imagen exterior, no hayan sido sometidas a estudio alguno, ni público ni privado, ni por parte de los arquitectos ni por parte de los organismos públicos relacionados con la vivienda, destinado a recoger la experiencia vivida por sus habitantes. Este análisis sería imprescindible para plantear con más acierto las siguientes propuestas habitacionales, ya que sin duda se edifica mejor sobre aprendizajes anteriores, que nos proporcionarían unos cimientos más sólidos. Pero, eso sí, estas viviendas “diferentes” han sido premiadas y han aparecido publicadas hasta la saciedad.
Es como si, en el proceso de diseñar una silla hiciéramos un primer prototipo, le diéramos un premio, y nadie se preocupara por probarlo, por sentarse, por ver si sirve o no para, a partir de ello, poder plantear un nuevo prototipo, que dé lugar a otro nuevo, como sucede cuando el interés está en cumplir un objetivo: sentarse, superior al propio objeto: la silla.
Continuando con esta comparación, podríamos decir entonces que en estas décadas pasadas, llevados por la exaltación artística de la profesión y sumergidos en estas dinámicas que habían convertido la arquitectura en un fin en sí misma, muchos arquitectos se han dedicado a diseñar preciosas “sillas”, concebidas más para ser valoradas por el resto de compañeros de profesión que para que sirvieran para sentarse. Y si ante alguna de esas bellas sillas algún usuario osaba afirmar que en ella no había modo de sentarse, la respuesta más habitual era un lamento, porque “la gente no sabe”, y por eso no puede apreciar los valores inherentes a esa pieza: su línea, su estética o su aportación a la historia del mobiliario. Y esta queja frente a una sociedad inculta que es incapaz de valorar aquel prototipo inservible lo que reclama, en el fondo, es que la pieza en cuestión sea considerada como un objeto artístico privado de toda función utilitaria que es, en realidad, el modo en que, en muchos casos, ha sido concebida, aunque, eso sí, sufragada por aquellos que tan solo deseaban sentarse cómodamente. Porque para algunos arquitectos, la silla, o el edificio, nuestra obra de arte, es de un orden superior a que “la gente” necesite satisfacer, a través de él, unas determinadas necesidades.
Tal y como afirmamos antes, muchos arquitectos fuimos educados para tratar de situar siempre la sociedad, y nuestro cliente, al servicio de la arquitectura. Y ahora, en esta nueva época tan diferente de aquellos años, urge hacer lo contrario: crear una arquitectura al servicio de la sociedad, proyectar edificios capaces de convertirse en motores de transformación social, siendo éste un anhelo mucho más prioritario que su valor puramente arquitectónico.
Apoyándonos en todo esto, y ya centrados en la arquitectura de la vivienda (que es, en toda sociedad y en toda época, la primera arquitectura, la mayoritaria y la única imprescindible), este trabajo propone un concepto de vivienda, al que denomina “casa abierta”, cuyo fin es doble: satisfacción de necesidades y soporte a la innovación. El primero de los dos hace referencia al cumplimiento de las necesidades reales de sus habitantes, una entrega a lo real, y el segundo a que la vivienda admita, e incluso incite, la aparición de lo nuevo. Uno supone una mirada sincera al presente, y el otro una mirada acogedora al futuro.
El primer objetivo, satisfacción de necesidades, implica dejar de lado los proyectos ideales nacidos del intelecto o las modas, para hacer una arquitectura orientada hacia la nueva realidad, enfocada a la vida verdadera de sus futuros habitantes. Y la creciente variedad y complejidad de formatos familiares, modelos de convivencia y situaciones laborales, junto con la rapidez e imprevisión de los cambios, nos empujan a dejar de planificar las casas como un producto acabado, ya determinado, pasando en cambio a considerar el proyecto, la obra y el posterior uso de la vivienda como un proceso en continua redefinición y transformación.
El segundo objetivo, soporte a la innovación, no se refiere a la innovación de la propia arquitectura, sino a la desplegada por sus habitantes dentro de ella, desafiando los modelos pasados y encauzando los problemas de nuevos modos, con atrevimiento y creatividad. Porque toda arquitectura debería tener como objetivo preferente generar espacios y dinámicas que promuevan esta imprescindible innovación.
El cumplimiento de los dos objetivos hace que una “casa abierta” esté orientada al presente y a lo que esté por venir, en vez de atada al pasado. Que esté conectada a los modos de habitar actuales al tiempo que abierta a los futuros. Que esté concebida como destino de lo existente, pero también como origen de algo nuevo que permita avanzar sobre ello. Porque una casa abierta no entiende la arquitectura como un fin en sí misma, sino como un medio para resolver los problemas de la sociedad y transformar el mundo en que vivimos.
Dentro de esta reflexión sobre la arquitectura y la sociedad, el medio y el fin, valores superiores e inferiores, o qué colocar al servicio de qué, y emparejada a la noción de soporte a la innovación planteada, podríamos entonces afirmar que fomentar la creatividad de los usuarios en su propio hábitat, convirtiéndoles en responsables del mismo, enfatizando su diversidad y enraizándoles al lugar que habitan, es de un orden superior a la propia arquitectura. Escribía Julio Cortázar que “un puente es un hombre cruzando un puente”.[6] Lo importante de un puente no es el puente en sí mismo, sino el acto de ser atravesado por una persona, o la forma en que el enlace directo entre sus dos extremos afecta a la vida de los hombres y mujeres que lo cruzan. Del mismo modo, podemos afirmar que lo esencial de la arquitectura no es el contenedor, sino lo que suceda en su interior, lo que el edificio o el espacio urbano sea capaz de generar en la vida de sus usuarios, la relación creada entre lo levantado y las personas que lo viven. Si nos referimos a la vivienda, objeto preferente de atención de este libro, podríamos entonces afirmar, apoyándonos en Cortazar, que una casa es una persona habitándola.
Esta prioridad de la vida de los habitantes sobre la arquitectura de sus viviendas queda reflejada en el hecho de que todos los atributos planteados para la casa abierta estén definidos desde la posición del morador, enfatizando su condición de protagonista y co-autor, y desarrollando su libertad para habitar su hogar del modo que desee, dentro de los límites que la arquitectura le otorgue. Los 10 atributos planteados son cualidades que tienen que ver con la posibilidad de que el habitante pueda variar, por sí mismo y en todo momento, el interior de su casa (versatilidad), la relación de su vivienda con el exterior (permeabilidad) o la dimensión de su espacio (elasticidad). Pero también con la posibilidad de que su vivienda admita modificar con sencillez el modo de habitar o convivir (adaptabilidad), que este abierta a acoger mejoras de tamaño o calidad (progresividad), o que toda la construcción pueda variar su ubicación (movilidad). Y, además, también contemplan que la vivienda favorezca el contacto y la agrupación con la vecindad (sociabilidad), que no imponga una determinada forma de uso (indeterminación), o que esté abierta a superar el tradicional concepto de casa, dejando que parte de sus funciones tengan lugar fuera de ella (disgregación). El último atributo, cada vez más imprescindible, se refiere a que la construcción sea respetuosa con el entorno, el planeta y el futuro de las siguientes generaciones (sostenibilidad).
Todos estos atributos son planteamientos previos a la arquitectura por lo que son, por ello, de un orden superior a ella. Sin embargo, y pese a la existencia de estas 10 herramientas de análisis, la casa abierta es un modelo esencialmente teórico que sigue las pisadas de muchas viviendas ya construidas, constituyendo una urgente e imprescindible dirección de avance de la arquitectura residencial.
El arquitecto chileno Alejandro Aravena, coautor, dentro del grupo Elemental, de grandes ejemplos de viviendas progresivas generadas a partir de un diseño participativo, establece una distinción en el grado de “apertura” de la forma de proyectar un edificio o un espacio urbano. Por un lado están los arquitectos que proyectan “teniendo la belleza como fin‟ y que, para lograr este objetivo, necesitan llevar un control absoluto del proyecto y la obra. Estos arquitectos entienden su arquitectura como un “sistema cerrado‟ cuyo acierto radica en la capacidad de control, en todo momento, de todas las variables. Este era el modo en que la universidad de hace 30 años formaba a los arquitectos, priorizando el esplendor arquitectónico por encima del cumplimiento de la función para la que la edificación nace, y situando la innovación en la propia arquitectura, en vez de en lo que en el futuro pueda suceder en su interior. La universidad de ahora será sin duda muy diferente a la de entonces, aunque seguro que no tanto como debiera porque, por desconocimiento de otras alternativas o por fidelidad a nuestros maestros, tendemos a enseñar nuestro oficio del mismo modo en que lo aprendimos. En contraposición a esta actitud, el otro modo de proyectar, según Aravena, sería como un “sistema abierto‟. El éxito de esta otra arquitectura está ligado a que el arquitecto sea capaz de activar un inicio, orientando el desarrollo futuro en la dirección correcta. Este segundo modo de proyectar genera una arquitectura “donde, por muchas razones, no es la imagen final la que importa, sino la belleza de producir un sistema abierto que cambia en el tiempo y se independiza de la mano de su autor”.[7]
Una casa abierta se concibe como un “sistema abierto” capaz de incorporar los criterios y necesidades de sus futuros habitantes, convirtiéndose en un campo para el desarrollo de su singularidad y creatividad. Una casa abierta ofrece a sus usuarios la posibilidad de orientar su hábitat en la dirección que deseen, bajo su responsabilidad, tratando de traspasar cuanto antes el peso de la autoría a los propios moradores.
Teniendo en cuenta lo difícil que es flexibilizar nuestras creencias y desafiar la escala de valores recibida y asimilada en nuestros años de formación, ¿qué les podríamos decir a todos aquellos arquitectos que necesitan, porque así han sido educados, seguir considerando su labor como un acto creativo, o una manifestación artística? ¿Cómo suavizar esa parte “cerrada” que existe, más o menos desarrollada, en cada uno de nosotros? Podríamos primero recordar cómo la pintura, la escultura o la literatura, a diferencia de la arquitectura, nacen por sí mismas, desprovistas de requerimientos funcionales, y por eso son disciplinas artísticas que, como tales y según la RAE, “expresan una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”. También podríamos remarcar el hecho de que en la arquitectura los que pagan una determinada obra están obligados a vivir dentro de ella, por lo que parece lógico y conveniente que participen, junto al arquitecto, en su creación. Y, relacionado con esto, podríamos recordar cómo la mayoría de los arquitectos relevantes de los años 60 y 70 (Los Smithson, Archigram, Cedric Price, Kikutake, Aldo Van Eyck, Bakema, Hertzberger, Yona Friedman, Habraken, Oskar Hansen, Rogers, Piano…) lucharon por integrar al futuro habitante en los procesos de toma de decisiones sobre su entorno cotidiano, al tiempo que también intentaron incorporar a su arquitectura una facilidad de adecuación a las circunstancias cambiantes. Pero además, y sin salirnos de esa época, podríamos también aludir a cómo la poesía, la literatura o el teatro se abrieron a su vez a la aportación del lector o espectador. Aquí hemos citado el teatro de Brecht,[8] el análisis poético de Dámaso Alonso,[9] la obra abierta de Umberto Eco,[10] y la muerte del autor de Roland Barthes.[11] Todos ellos trataron de incorporar al espectador, y su particular interpretación, como una parte intrínseca del acto creativo, convirtiéndolo en la persona que culmina, a su modo, toda obra de arte. Todos estos autores son anteriores a 1970 pero, desde entonces, este planteamiento no ha dejado de extenderse, y esta promoción del espectador junto al artista ha sido un tema esencial en muchas corrientes de arte y literatura posteriores.
En nuestro oficio, la arquitectura, y manteniéndonos dentro de esta visión artística de la profesión, bastaría con que tuviéramos una consideración similar hacia los habitantes de nuestros edificios. Si así fuera, nos limitaríamos a crear entornos flexibles e inacabados que los usuarios se encargarían de completar, en función de sus particulares criterios y de sus cada vez más cambiantes necesidades. La arquitectura concebida de este modo se situaría entonces al servicio de sus ocupantes, y los arquitectos podrían entonces despreocuparse del modo en que sus obras son completadas. Esto sin duda sería un gran alivio para todos aquellos arquitectos que conciben su labor como un “sistema cerrado” ya que, al pasar a considerar todo nuevo proyecto como un proceso de autoría compartida, se liberarían de la obligación de llevar un control absoluto durante todo el diseño y la obra.[12] La arquitectura dejaría de ser un campo de batalla (contra el cliente, o contra la sociedad), convirtiéndose en un campo creativo compartido, provechoso y nutritivo para todos, un reto común. Un campo en donde nuestra misión no es mandar, sino tan solo acompañar, integrando lo ajeno con respeto. A partir de esta nueva visión, los arquitectos “cerrados” podrían entonces dejar de protegerse del cliente, abandonando todo prejuicio defensivo y centrando su esfuerzo en progresar el vínculo con él hacia una mayor confianza y libertad. Estos arquitectos, con el tiempo y la práctica, llegarían a alegrarse de que los habitantes interpreten su arquitectura de una forma no prevista, porque eso demostraría que la han hecho suya, porque suya es.
Pese a todas estas inercias limitantes, en la actualidad hay grandes motivos para el optimismo, ya que estamos asistiendo a una lenta transformación en el sentido de la arquitectura, sobre todo de la mano de jóvenes arquitectos que traen consigo nuevos valores, que cuentan con un mayor compromiso social y que persiguen una arquitectura más responsable. Estos jóvenes arquitectos a los que las dinámicas previas les han dejado sin casi posibilidad de edificar, están volviendo a asociarse entre sí, incorporando a otras profesiones, otros puntos de vista, para aprender los unos de los otros. Y estos colectivos de los que forman parte, están generando, entre otras muchas cosas, procesos autogestionados de acceso a la vivienda, o están activando espacios urbanos marginales que la crisis ha dejado de lado. Y, para ello, para ampliar las posibilidades de mejora de lo existente, no dudan en emprender negociaciones con las instituciones, que ahora carecen de recursos y quizá por ello les escuchan, abriendo nuevos caminos capaces de generar cambios sociales en el entorno, mejorando la vida de las ciudades, la igualdad social y la sostenibilidad ambiental, aprovechando los materiales y recursos locales y promoviendo la implicación y participación de los vecinos.
Si esta lenta transformación acaba cristalizando, pronto veremos surgir, en los pocos huecos arquitectónicos que no han sido colmatados en los años de la burbuja, una arquitectura al servicio de la sociedad, que deje de lado lo ideal para debatirse con lo real, con lo esencial, atendiendo al espíritu del mundo de hoy y las nuevas pautas de lo cotidiano. Una arquitectura que anteponga la utilidad a cualquier otro valor, preparada para el cambio y siempre abierta a promover y acoger lo nuevo. Una arquitectura que admita una multiplicidad de intervenciones personales e invite a una apropiación creativa. Una arquitectura que trascienda al ego artístico del creador inicial, se mantenga alejada de las modas arquitectónicas y tenga como meta remover al futuro usuario y despertar al ciudadano que hay en él. Una arquitectura que escuche a la ciudadanía para que, a partir de ello, pueda solucionar sus problemas, ampliar su espacio mental y enfatizar su implicación social.
Poco a poco estamos asistiendo a un cambio en las prioridades de la arquitectura, un cambio que nos lleva a contemplar nuestra labor con otros ojos. Pronto los arquitectos dejaremos de trabajar para la arquitectura, sirviéndonos de las necesidades de la sociedad, y empezaremos a trabajar para la sociedad, sirviéndonos de la arquitectura, una maravillosa herramienta que, bien empleada, puede contribuir, y mucho, a mejorar el mundo en que vivimos.
Madrid, abril de 2014
[1] Antonio Muñoz Molina: Todo lo que era sólido. Seix Barral. 2013. p.129
[2] La poca disposición a un debate abierto y un sano intercambio de pareceres entre los miembros de un grupo afín no es algo únicamente nuestro. Cuenta Umberto Eco que tras la publicación de su polémico ensayo “Obra Abierta” (1962), se vio envuelto en una dura labor de ataque y defensa: “En mi vida había visto a tanta gente ofendida. Parecía que había insultado a sus madres. Decían que aquélla no era la manera de hablar de arte. Me cubrieron de injurias. Fueron unos años muy divertidos”. Con el tiempo “Obra abierta” ha pasado a ser considerado como un texto anticipador. Umberto Eco: “Obra abierta: el tiempo, la sociedad”. 1976.
[3] En los 80 el hippie, ideal juvenil de los 60 y 70, fue desbancado por el “yuppie” (Young urban profesional person), profesional urbano de altos ingresos y gran consumo.
La extensión de este individualismo contemporáneo generó, en el caso de la arquitectura, la extinción de la costumbre, común hasta entonces, de que los arquitectos afines se juntaran en grupos o movimientos que proclamaban sus ideas en forma de manifiestos. A partir de los años 80, por lo general, cada arquitecto empezó a ir a lo suyo y se dedicó, sobre todo, a reivindicarse a sí mismo.
[4] Resulta significativo que un modo habitual de felicitar a un compañero arquitecto que ha finalizado un “buen” proyecto, es diciéndole, con cierta envidia: “hay que ver cómo te han dejado”, referido a sus clientes.
[5] Llátzer Moix: “La lógica local. Diébédo Francis Kéré y la solidaridad africana”. Arquitectura Viva 133, 2010, p.23.
[6] "Porque un puente, aunque se tenga el deseo de tenderlo y toda obra sea un puente hacia y desde algo, no es verdaderamente puente mientras los hombres no lo crucen. Un puente es un hombre cruzando un puente". Julio Cortázar. Libro de Manuel.
[7] “Los pies en el suelo. Alejandro Aravena, la realidad de América”. Entrevista a Alejandro Aravena. Arquitectura Viva 133, 2010, p.31
[8] Brecht creía que el teatro podía contribuir a modificar el mundo. Para ello trataba de provocar la conciencia crítica de espectadores y actores, distanciándoles de la obra para, desde ahí, obligarles a pensar por sí mismos de una manera crítica y objetiva, generando sus propias conclusiones.
[9] El lector es “el artista donde se completa la relación poética”. Dámaso Alonso: Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos. 1950. Edit. Gredos, 2008, p.185.
[10] “Para resumir, ¿qué se decía en esta Obra abierta? La escena que más impresionaba al espectador medio era la de la ‘promoción al terreno’. El beneficiario de esta promoción es el propio lector…Su puesto no está ya en la platea: de ahora en adelante será admitido -es más, reclamado- junto al artista”. Umberto Eco: “Obra abierta: el tiempo, la sociedad”. 1976.
[11] “El nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor”. Roland Barthes. La muerte de un autor (1967).
[12] “El autor ofrece al usuario, en suma, una obra por acabar: no sabe exactamente de qué modo la obra podrá ser llevada a su término, pero sabe que la obra llevada a término será, no obstante, siempre su obra, no otra, y al finalizar el diálogo interpretativo se habrá concretado una forma que es su forma, aunque esté organizada por otro de un modo que él no podía prever completamente”. Umberto Eco: “Obra Abierta” (1962)